La pérdida de alguien importante se siente igual que encontrarse de repente con un tigre mientras caminás en el bosque: no te lo esperás para nada, estás totalmente paralizado, y no tenés la más mínima idea de qué hacer. Como analogía puede no ser la mejor, pero ilustra a grandes rasgos cómo me sentí este último tiempo. Hoy se cumplen dos meses desde que falleció mi mamá.

Después del shock que me duró varios días, de los trámites que conllevan todas las cuestiones de este tipo, y de estar en piloto automático por un par de semanas, recién ahora estoy empezando a dimensionar lo que significa que ella no esté más. Es increíble el impacto y la relevancia que tenía en la vida de muchísima gente.

Me enseñó a ser sensible, empático y a no tener miedo a demostrar afecto. Me enseñó que no hay nada tan grave como para no poder sobrellevarlo con optimismo, siendo ella un ejemplo vivo de alguien que sufría constantemente y nunca dejó que eso le impidiera vivir con alegría. Es algo que suena a cliché, pero tenía una vitalidad que no tiene nadie que yo haya conocido.

Hizo casi todo lo que quiso, se volvió a enamorar, viajó por todo el país, disfrutó.

Los que quedamos acá somos los que tenemos que volver a recuperar la alegría de a poco, aunque al principio se sienta como estar fingiendo tener una fuerza de voluntad que no existe como tal. Tenemos que aprender a resignificar el dolor y convertirlo de a poco en recuerdos que nos den alegría y nos saquen más sonrisas que lágrimas.

Hoy solamente puedo pensar en todo lo que te extraño y te necesito acá conmigo, pero a la vez siento un agradecimiento enorme con vos por haber sido tan buena madre y compañera conmigo.

Gracias, ma.